Centenario de la «Semana Trágica»

Publicado: 07 ene 2019
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La firma “Pedro Vasena e Hijos”, convertida poco después en los “Establecimientos Metalúrgicos San Martín-Tamet”, poseía un gran establecimiento metalúrgico que empleaba a 2.500 trabajadores.
La fábrica estaba ubicada en Cochabamba y La Rioja (donde hoy está la Plaza Martín Fierro).
El 2 de diciembre de 1918, los operarios se declararon en huelga. Sus reclamos eran: aumentos de salarios, jornadas de ocho horas, premios para el trabajo los domingos y horas extras, abolición del trabajo a destajo y reincorporación de los compañeros despedidos a causa de las actividades gremiales.
El Departamento Nacional del Trabajo había hecho lugar a los reclamos y dispuso satisfacer las demandas que fueron desoídas por la patronal.
La empresa intentaba seguir funcionando con obreros rompe-huelgas provistos por la Asociación Nacional del Trabajo, una asociación de empresarios que junto con el embajador inglés quiso entrevistarse con Yrigoyen, quien no los recibió y los hizo echar de la casa de gobierno.
Los directivos no recibieron a la comisión de huelga, rechazaron el petitorio, y en cambio contrataron a «carneros y rompe-huelgas», con los que lograron mantener cierta actividad en los talleres.
Inmediatamente se instalaron piquetes obreros en las inmediaciones de la fábrica. La patronal respondió reclutando a numerosos matones para “proteger los bienes de la empresa” y les proveyeron armas.

Todo comenzó el 7 de enero, a eso de las tres y media de la tarde, con un grupo de huelguistas que había formado un piquete tratando de impedir la llegada de materia prima para la fábrica. En ese momento, los conductores que pasaron por donde estaban los huelguistas comenzaron a disparar sus armas de fuego contra los trabajadores. Al grupo de rompe-huelgas se sumaron inmediatamente las fuerzas policiales que estaban destacadas en la zona desde el comienzo de la huelga.

Cuando terminó de escucharse el ruido ensordecedor de los balazos el saldo fue elocuente: cuatro muertos. Tres de ellos habían sido baleados en sus casas y uno había perecido a causa de los sablazos propinados por la policía montada, los famosos “cosacos”.

Hubo además, más de 30 heridos. Según La Prensa fueron disparados más de 2.000 proyectiles por unos 110 policías y bomberos. Sólo tres integrantes de las fuerzas represivas fueron levemente heridos.

La historia oficial no recoge los nombres de los muertos del pueblo. Ellos fueron: Juan Fiorini, argentino, 18 años, soltero, jornalero de la fábrica Bozzalla Hnos., que fue muerto mientras estaba tomando mate en su domicilio de un balazo en la región pectoral; Toribio Barrios, español, 42 años, casado, recolector de basura, muerto en la avenida Alcorta frente al número 3189, de varios sablazos en el cráneo; Santiago Gómez Metrolles, argentino, 32 años, soltero, recolector de basura, de un balazo en el temporal derecho mientras se hallaba en la fonda de avenida Alcorta 3521, de Lázaro Alberti; Miguel Britos, casado, jornalero, muerto a consecuencia también de heridas de bala.
Según el propio parte policial que reproduce «La Nación», ninguno fue muerto en actitud de combate, ninguno estaba agrediendo a las fuerzas represivas.

Alfredo Vasena, se «dignó» a reunirse con los delegados gremiales en el Departamento de Policía y les ofreció la reducción de la jornada laboral a 9 horas, un 12 por ciento de aumento de jornales y admisión de cuantos quisieran trabajar.

Como la reunión se hizo larga, se decidió continuarla al día siguiente en la propia fábrica. Los obreros llegaron puntualmente a las diez, pero Vasena se negó a reunirse argumentando que entre los delegados había activistas que no pertenecían a su plantel.

Los obreros conformaron otra delegación que presentó el pliego de condiciones de los huelguistas: jornada de 8 horas, aumentos de jornales comprendidos entre el 20 y el 40 por ciento, pago de trabajos y horas extraordinarias, readmisión de los obreros despedidos por causas sindicales y abolición del trabajo a destajo.

Vasena prometió contestar al día siguiente y, a pedido de los obreros, ordenó que dejaran de circular las chatas de transportes. Pero los hechos se iban a precipitar.

La clase trabajadora de Buenos Aires fue concretando una enorme huelga general de hecho. Los únicos movimientos lo constituían las compactas columnas de trabajadores que se preparaban para enterrar a sus muertos (9 de enero de 1919).

Lo único que pretendían era homenajear a sus mártires y repudiar la represión estatal y paraestatal. Previsor, el jefe de policía Elpidio González había solicitado y obtenido aquel mismo día del presidente Yrigoyen un decreto que aumentaba en un 20 por ciento el sueldo de los policías a los que les esperaba una dura faena.

A eso de las tres de la tarde partió el cortejo fúnebre encabezado por la “autodefensa obrera”, unos cien trabajadores armados con revólveres y carabinas. El cortejo enfiló por la calle Corrientes hacia el Cementerio del Oeste (La Chacarita). Al llegar a la altura de Yatay, frente a un templo católico, algunos manifestantes anarquistas comenzaron a gritar consignas anticlericales.

La respuesta no se hizo esperar: dentro del templo estaban apostados policías y bomberos que comenzaron a disparar sobre la multitud cobrándose las primeras víctimas de la jornada. Al paso de la columna por las armerías, éstas eran asaltadas por algunos de los manifestantes que “expropiaban” armas cortas, carabinas y fusiles para “la revolución social”.

Aproximadamente a las 17 horas de aquel 9 de enero la interminable y conmovedora columna obrera llegó a la Chacarita, la gente se fue acomodando como pudo entre las tumbas y comenzaron los discursos de los delegados de la FORA IX.

En primera fila estaban los familiares de los muertos. Madres, padres, hijos, hermanos desconsolados y acompañados en el dolor y la necesidad de justicia por miles de personas. Mientras hablaba el dirigente Luis Bernard, surgieron abruptamente detrás de los muros del cementerio miembros de la policía y del ejército que comenzaron a disparar sobre la multitud.

Tras la emboscada la gente buscó refugio donde pudo, pero fueron muchos los muertos y los heridos. Los sobrevivientes fueron empujados a sablazos y culatazos hacia la salida del cementerio. Según los diarios, hubo 12 muertos y casi doscientos heridos. La prensa obrera habló de 100 muertos y más de cuatrocientos heridos. Ambas versiones coinciden en que entre las fuerzas militares y policiales no hubo bajas. La impunidad iba en aumento. No había antecedentes de semejante matanza de obreros.

Pese a todo, el pueblo movilizado no se amilanó y siguió en la calle exigiendo justicia y pidiéndoles a sus dirigentes que continuara la huelga general, cosa que efectivamente ocurrió. La agitación seguía, y mientras se producía la masacre de la Chacarita un nutrido grupo de trabajadores rodeó la fábrica Vasena y estuvo a punto de incendiarla. En el interior del edificio se encontraban reunidos Alfredo Vasena, Joaquín Anchorena de la Asociación Nacional del Trabajo y el empresario británico comprador, que ante el devenir de los hechos pidió protección a su embajada, que rápidamente se comunicó con la Casa Rosada desde donde partió el flamante jefe de policía y futuro vicepresidente de Alvear, don Elpidio González, a parlamentar con los obreros y pedirles calma. No era el mejor momento y no fue bien recibido. La comitiva encabezada por el funcionario fue atacada, y el propio auto del jefe de policía fue incendiado por la multitud. González debió volverse en taxi a su despacho, pero envió a un grupo de 100 bomberos y policías armados hasta los dientes que dispararon sin contemplaciones sobre la multitud, provocando —según el propio parte policial— 24 muertos y 60 heridos.

En toda la ciudad se produjeron actos de protesta expresando la indignación de los trabajadores por la acción represiva del Estado


Por aquellos primeros días de 1919 a los miembros “más destacados de la sociedad” les dio un fuerte ataque de paranoia. En su fértil imaginación florecían selváticamente las teorías conspirativas. La Revolución Bolchevique se había producido hacía menos de dos años y el simple recuerdo de los soviets de obreros y campesinos decidiendo el destino de la nación más grande del mundo hacía temblar a los dueños de todo en la Argentina. Había que frenar el torrente revolucionario. Comenzaron a reunirse para presionar al gobierno radical, al que veían como incapaz de llevar adelante una represión como la que ellos deseaban y necesitaban.

Según los jefes de las familias “bien” de la Argentina, se hacía necesario el empleo de una “mano dura” que les recordara a los trabajadores que su lugar en la sociedad viene por el lado de la obediencia y la resignación.

Así fue como un grupo de jóvenes de aquellas “mejores familias” se reunieron en la Confitería París y decidieron “patrióticamente” armarse en “defensa propia”.

Las reuniones continuaron en los más cómodos salones del “Centro Naval” de Florida y Córdoba, donde fueron cálidamente recibidos por el contralmirante Manuel Domecq García y su colega el contralmirante Eduardo O’Connor, quienes se comprometieron a darle a los ansiosos muchachos instrucción militar. O’Connor dijo aquel 10 de enero de 1919 que Buenos Aires no sería otro Petrogrado e invitaba a la “valiente muchachada” a atacar a los “rusos y catalanes en sus propios barrios si no se atreven a venir al centro”. Los jovencitos “patrióticos” partieron del centro naval con brazaletes con los colores argentinos y armas automáticas generosamente repartidas por Domecq, O’Connor y sus cómplices.

Este grupo inicialmente inorgánico se va a constituir oficialmente como Liga Patriótica Argentina el 16 de enero de 1919. Domecq García ocupó la presidencia en forma provisional hasta abril de 1919, cuando las brigadas eligieron como presidente a Manuel Carlés y vice a Pedro Cristophersen.

Se reunían en las comisarías y allí se les distribuían armas y brazaletes. Desde las sedes policiales partían en coches último modelo manejados por los jovencitos oligarcas, y al grito de “Viva la Patria” se dirigían a las barriadas obreras, a las sedes sindicales, a las bibliotecas obreras, a la sede de los periódicos socialistas y anarquistas para incendiarlos y destruirlos, todo bajo la mirada cómplice de la policía y los bomberos.

El barrio judío de Once fue atacado con saña por las bandas patrióticas que se dedicaban a la “caza del ruso”. Allí fueron incendiadas sinagogas y las bibliotecas Avangard y Paole Sión. Los terroristas de la Liga atacaban a los transeúntes, particularmente a los que vestían con algún elemento que determinara su pertenencia a la colectividad. La cobarde agresión no respetó ni edades ni sexos. Los “defensores de la familia y las buenas costumbres” golpeaban con cachiporras y las culatas de sus revólveres a ancianos y arrastraban de los pelos a mujeres y niños.
Finalmente el 11 de enero el gobierno radical llegó a un acuerdo con la FORA del IX congreso basado en la libertad de los presos que sumaban más de 2.000, un aumento salarial de entre un 20 y un 40 por ciento, según las categorías, el establecimiento de una jornada laboral de nueve horas y la reincorporación de todos los huelguistas despedidos. Poco después las autoridades de la FORA y del Partido Socialista resolvieron la vuelta al trabajo.

El vespertino La Razón titulaba: “Se terminó la huelga, ahora los poderes públicos deben buscar los promotores de la rebelión, de esa rebelión cuya responsabilidad rechazan la FORA y el PS…”.  Pero el dolor y la conmoción popular continúan. Los trabajadores se muestran renuentes a volver a sus trabajos. En las asambleas sindicales las mociones por continuar la huelga general se suceden. Por su parte, la FORA V se opone terminantemente a levantar la medida de fuerza y decide “continuar el movimiento como forma de protesta contra los crímenes de Estado”.

Finalmente, el recientemente designado jefe de la Policía Federal, general Luis Dellepiane, recibió el martes 14 de enero por separado a las conducciones de las dos FORA y aceptó sus coincidentes condiciones para volver al trabajo que incluían “la supresión de la ostentación de fuerza por las autoridades” y el “respeto del derecho de reunión”. Pero pasando por encima del general, la policía y miembros de la Liga Patriótica se dieron un gusto que venían postergando: saquearon y destruyeron la sede de La Protesta. Esto motivó la amenaza de renuncia de Dellepiane, que fue rechazada al día siguiente por el propio presidente Yrigoyen, quien además ordenó efectivizar la puesta en libertad de todos los detenidos.

Para el jueves 16, Buenos Aires era casi una ciudad normal: circulaban los tranvías, había alimentos en los mercados, y los cines y teatros volvieron a abrir sus puertas. Las tropas fueron retornando a los cuarteles y los trabajadores ferroviarios fueron retomando lentamente los servicios. Recién el lunes 20 los obreros de Vasena, tras comprobar que todas sus reivindicaciones habían sido cumplidas y que no quedaba ningún compañero despedido ni sancionado, decidieron volver a sus puestos de trabajo.

La rebelión social duró exactamente una semana, del 7 al 14 de enero de 1919. La huelga había triunfado a un costo enorme. El precio no lo pusieron los trabajadores sino los dueños del poder, que hicieron del conflicto un caso testigo en su pulseada con el gobierno al que consiguieron presionar en los momentos más graves e imponerle su voluntad represiva.