Día del Granadero.

Publicado: 16 mar 2019
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Al arribar a Buenos Aires, el 9 de marzo de 1812, el entonces Teniente Coronel de caballería José de San Martín comprobó el difícil estado en que se encontraba la organización militar de las Provincia Unidas del Río de la Plata alzadas en armas contra el ejército realista como consecuencia de la Revolución de Mayo de 1810.

San Martín ofreció sus servicios como militar al Primer Triunvirato, que era el Gobierno Superior Provisional del país.

Ante esta problemática y frente al ofrecimiento, el 16 de marzo, el Primer Triunvirato otorgó a San Martín el grado de teniente coronel de Caballería y lo nombró conjuntamente comandante del Escuadrón de Granaderos que había de organizarse, previendo la necesidad de conformar un cuerpo de caballería idóneo y cualificado, compuesto por voluntarios rigurosamente seleccionados, cumpliendo parámetros de conducta y personalidad muy elevados.

El diseño original de su uniforme en la organización primitiva se basaba en el uniforme militar sueco.

 

El objetivo que perseguía San Martín con la creación de este nuevo cuerpo de Caballería era el de dotar a las precarias milicias revolucionarias del Río de la Plata con una mayor cantidad de efectivos para poder contener los embates del ejército realista. También, aumentar su formación militar y su eficacia, siguiendo los preceptos que había aprendido durante su carrera militar en España.

Desde sus inicios, se estipuló que el Regimiento debía estar conformado por cuatro escuadrones de tres compañias cada uno; y fue así que bajo la estricta tutela de su jefe y fundador al realizar la selección de sus integrantes, en el mes de mayo de 1812, quedó conformado el primero de sus escuadrones y sus tres compañías respectivas.

De la misma forma en la que San Martín reclamó de los granaderos el acatamiento de una conducta ejemplar frente a la sociedad y el ejército, hizo caso irrestricto de tales disposiciones sosteniendo como forma de vida la política de «predicar con el ejemplo»

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La férrea disciplina, el culto al valor y al honor, la exigencia y rigurosidad en la instrucción física y militar quedaron entonces patentes en las siguientes disposiciones, establecidas en aquel entonces como la lista de «Delitos por los cuales deben ser arrojados los oficiales», a fin de establecer una norma de conducta para los oficiales del regimiento que sentara el ejemplo para el resto de la tropa dicta:

  1. Por cobardía en acción de guerra, en la que aun agachar la cabeza será reputado tal.
  2. Por no admitir un desafío, sea justo o injusto.
  3. Por no exigir satisfacción cuando se halle insultado.
  4. Por no defender a todo trance el honor del cuerpo cuando lo ultrajen a su presencia o sepa ha sido ultrajado en otra parte.
  5. Por trampas infames como de artesanos.
  6. Por falta de integridad en el manejo de intereses, como no pagar a la tropa el dinero que se haya suministrado para ella.
  7. Por hablar mal de otro compañero con personas u oficiales de otros cuerpos.
  8. Por publicar las disposiciones internas de la oficialidad en sus juntas secretas.
  9. Por familiarizarse en grado vergonzoso con los sargentos, cabos y soldados.
  10. Por poner la mano a cualquier mujer aunque haya sido insultado por ella.
  11. Por no socorrer en acción de guerra a un compañero suyo que se halle en peligro, pudiendo.
  12. Por presentarse en público con mujeres conocidamente prostituidas.
  13. Por concurrir a casas de juego que no sean pertenecientes a la clase de oficiales, es decir, jugar con personas bajas e indecentes.
  14. Por hacer un uso inmoderado de la bebida en términos de hacerse notable con perjuicio del honor del cuerpo.

Tiempo después, y en virtud de los valores que inculcara en el Regimiento de Granaderos a Caballo, dijo San Martín:

De lo que mis Granaderos son capaces,
solo lo sé yo.
Quien los iguale habrá;
quien los exceda, no.

En la noche del 3 de febrero de 1813 tuvieron su bautismo de fuego.

San Martín y los granaderos arribaron al convento de San Carlos, cuyo guardián era el fraile Pedro García, en San Lorenzo, Provincia de Santa Fé.

La incursión se enmarcaba en la misión asignada por el Gobierno de Buenos Aires al coronel del recientemente formado regimiento, en la que se le ordenaba destacar una sección de su unidad para proteger las costas del Río Paraná desde Zárate hasta Santa Fe, en prevención de posibles incursiones enemigas. En tal situación, y por la sumatoria de la más intrincada cadena de circunstancias casuales, San Martín tomó conocimiento del futuro desembarco realista en las cercanías del convento y decidió aprestarse a su encuentro para impedir el reabastecimiento de víveres de la flota española en tierra a fin de retrasar o evitar futuros avances en tierra.

El plan de San Martín era aguardar el arribo enemigo con sus 120 granaderos al amparo de los muros del convento. Frente a este se extiende una alta planicie, muy propicia para las maniobras de caballería; más allá, el borde de un barranco acantilado, y luego unos 300 mts de playa hasta la orilla. El objetivo era evitar que los españoles sospecharan su presencia, lograr que se acercaran hasta el terreno mencionado y, una vez allí, lanzar el ataque sin darles tiempo de organizar la defensa.

A tal fin, San Martín estudió las posiciones y disponibilidad de recursos del enemigo y dispuso la división de su contingente en dos escuadrones: el 1.ro, al mando del capitán Justo Bermúdez, con órdenes de flanquear y cortar la retirada a los invasores; y el 2.do, a su propio mando. El comandante arengó a sus hombres, que se hallaban a punto de combatir por primera vez, y explicó a Bermúdez que le daría las órdenes posteriores una vez en combate, otorgando a ambos escuadrones sus posiciones a izquierda y derecha del convento, a la espera de la orden de ataque.

A la señal del clarín, ambos escuadrones se lanzaron sobre las líneas enemigas, formadas por unos 250 hombres dispuestos en dos columnas paralelas con el pabellón desplegado, y dos piezas de artillería al centro. Los realistas solo atinaron a replegarse en forma desorganizada sobre las mitades de retaguardia, intentando repeler el sorpresivo poder de la carga simultánea impartida por ambos flancos de las líneas de tropa, a lo que respondieron con fuego de mosquete y bayoneta calada.

Según una tradición muy difundida, en este audaz movimiento el soldado Juan Bautista Cabral, viendo en peligro la vida de su comandante, el coronel San Martín —que habría quedado atrapado bajo su caballo, muerto por la metralla enemiga, y sin posibilidades de movimiento o defensa alguna—, decidió lanzarse heroicamente al encuentro de una bayoneta realista a punto de atravesar al Libertador, sacrificando su propia vida en pos de la de su oficial. La leyenda (aún no probada) le atribuye haber proferido la siguiente frase, instantes antes de morir: ¡Muero contento; hemos batido al enemigo!