100 Años de la Venganza por la Masacre en la Patagonia.

Publicado: 27 ene 2023
Comentarios: 0

Cuál fue la matriz de los conflictos entre obreros y terratenientes, la mayoría de ellos extranjeros, por mejores condiciones laborales, que tendrían como consecuencia entre mil y mil quinientos muertos a manos del Ejército.

La orden no escrita que recibió el coronel Héctor Benigno Varela: “Vaya, vea y cumpla con su deber”.

Kurt Wilckens tenía 36 años cuando mató al teniente Héctor Varela, el militar que había ordenado los fusilamientos de los obreros en la Patagonia en el verano de 1921-1922. Wilckens le arrojó una bomba y le pegó cinco tiros ese 27 de enero de 1923.

Wilckens era rubio, de frente ancha y ojos azules. Había nacido en Alemania. Era militante anarquista. Tenía el prontuario 44.797 de Orden Social de la Policía de la Capital. Estaba calificado como “delincuente político” con un proceso de deportación por violar la Ley de Residencia. Wilckens ya había estado preso en los Estados Unidos. Pero la Cámara Federal no había encontrado elementos para expulsarlo.

Antes de llegar a la Argentina, en 1920, se había desplazado por varios países con diferentes identidades y en distintos oficios. Era un itinerario común en los inmigrantes pobres.

Aunque en su hogar familiar Wilckens no sufría padecimientos económicos, abandonó Alemania a los 24 años. Se afincó en Arizona, Estados Unidos. Trabajó de minero. Ya tenía una formación política, una visión del mundo elaborada desde el marxismo, la lucha de una clase contra otra. Una conciencia forjada en la voluntad de transformación de las injusticias del sistema. El odio a la burguesía.

Pero Wilckens se reconocía como un hombre pacífico, interesado en la literatura.

Para esa época, el coronel Varela era un hombre ya maduro: 48 años, siete hijos y una carrera militar en la Caballería manchada por centenares de fusilamientos en las estancias del desierto patagónico.

Varela había crecido en la línea criolla de los antiguos fortines de San Luis, la provincia donde nació.

El coronel Varela y sus capitanes Viñas Ibarra, Anaya y Campos, mas un cuerpo de la Gendarmeria y la tropa de soldados conscriptos clase 1900, se trasladaron en ferrocarril por distintos establecimientos para llevar a cabo la eliminación física de los huelguistas.

JULT57MNFRE47LFWOIPZMXF37Y

El conflicto de centenares de peones rurales contra los terratenientes lo convocaba a una expedición al sur a principios de 1921.

En Santa Cruz, los peones trabajaban veintisiete días al mes en jornadas de dieciséis horas. De día arreaban las majadas de ovejas a dieciocho grados bajo cero. A la noche dormían apilados sobre cueros.

Vivían agotados, sin familia, dinero ni destino…

La propiedad de la tierra estaba concentrada. Algunos propietarios bordeaban las cien mil hectáreas.

La familia Menéndez Behety y Braun, con sus sesenta y ocho establecimientos, poseía un total de 1.565.850 hectáreas.

Los dueños de la tierra manejaban el tráfico comercial con sus almacenes de ramos generales. 

Concentraban todo el abastecimiento de los peones que, a cambio de vales equivalentes en moneda, entregaban su mano de obra.

La libra esterlina era la moneda corriente para la compra de los artículos importados que consumían médicos, funcionarios y abogados.

boletin01_2022_MarceloLarraquy_Patagoniarebelde_grande

Antes de partir de la Patagonia, los estancieros agasajaron a Varela con un almuerzo en el Grand Hotel de Rio Gallegos. Uno de los promotores del ágape fue Manuel Carles, titular de la Liga Patriótica, que había viajado a Santa Cruz a fiscalizar la tarea.

Varela se fue de Santa Cruz, sonrojado por las canciones en inglés que le tributaron los terratenientes por haber defendido la integridad nacional frente a los huelguistas, además de augurarle un pronto retorno como futuro gobernador militar del territorio. Era un destino que el también había imaginado y ahora descubría que estaba casi en sus manos.

Ya en el puerto de Buenos Aires, el coronel encontró una atmósfera fría por parte del Estado. No hubo honores a su llegada.

No había ministros o funcionarios, como suponía. Solo los hijos de la elite lo aclamaron con una calidez y una admiración que no tuvieron los anarquistas, que se acercaron a la escalerilla del barco para gritarle “¡Asesino!”.

El coronel Varela vivía en Fitz Roy 2463, a media cuadra de la calle Santa Fe y del Regimiento 1º de Patricios.

La mañana del 27 de enero de 1923, Wilckens viajó a su domicilio, muy temprano. Tomó un tranvía.

Usaba un sombrero de ala ancha. Descendió en la estación Portones de Palermo. Llevaba un paquete en la mano. 

Se detuvo en un zaguán a treinta metros de la casa de Varela. Simuló leer el diario alemán Deutsche La Plata Zeitung.

Varela salió de su casa a las 7.30, con una niña. Wilckens pensó que la oportunidad estaba perdida, pero en forma imprevista, Varela retornó a su casa y enseguida volvió a salir solo. Wilckens lo esperó, pero otra vez se le interpuso un obstáculo: una niña de 10 años cruzó la calle y quedó entre el anarquista y el coronel. Wilckens no se detuvo: tomó a la niña, la colocó a sus espaldas y lanzó la bomba.

Las esquirlas de la bomba hirieron a Wilckens. Arrastrándose, con el empeine y el peroné destrozados, sacó un revólver Colt y ultimó a Varela de un balazo en el pecho, un segundo en la yugular, y siguió tirando hasta vaciar el cargador. 

Wilckens no ofreció resistencia cuando dos agentes lo detuvieron. Les entregó su revólver.

«He vengado a mis hermanos» dijo. Desde la prisión, le escribiría cartas al periodista libertario y ex compañero de la pensión de la calle Sarandí, Diego Abad de Santillán.

la_patagonia_rebelde-737787125-large