170 Años del Paso a la Inmortalidad del General José de San Martín.

Publicado: 17 ago 2020
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Su nombre completo es José Francisco de San Martín y Matorras y nació el 25 de febrero de 1778 en Yapeyú, Corrientes, cuando la Argentina no existía y el actual territorio nacional pertenecía al Virreinato de Río de la Plata.

San Martín inició su carrera militar en España, lugar al que llegó con solo seis años. Allí alcanzó el grado de teniente coronel y tras servir 22 años en el Ejército local decidió regresar a su tierra natal.

Al llegar se puso al servicio de la lucha por la independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Nacía el prócer.

Su carrera militar en el Río de la Plata fue excepcional y no tardó en convertirse en el líder de las milicias: su primer paso en estas tierras fue la creación del Regimiento de Granaderos a Caballo y más tarde reemplazó al General Manuel Belgrano —tras las derrotas de las batallas Vilcapugio y Ayohúma— al mando del Ejército del Norte.

En 1814, fue nombrado gobernador de la intendencia de Cuyo, con sede en Mendoza. Allí comenzó los preparativos para la campaña al Perú.

En 1817 realizó su mayor proeza y la más grande de la historia: el Cruce de los Andes con su ejército. Así inició la conquista anhelada.

Tras comandar las batallas de Chacabuco y Maipú, logró la independencia de Chile de la Corona de España. Fue por más: dio un revés estratégico contra el enemigo en Lima y atacó el epicentro del poder español. En 1821 liberó a Perú.

En 1822 se encontró con su par Simón Bolívar, con quien selló una de las reuniones más importantes de la historia de la región, «La entrevista de Guayaquil». Como resultado de los acuerdos, San Martín dejó parte de su ejército al mando de Bolívar para continuar con la misión libertadora y posteriormente regresó a Mendoza.

En Cuyo, corría enero de 1823, el Libertador pidió regresar a Buenos Aires para acompañar a su esposa enferma. La aprobación llegó tarde: el 3 de agosto de ese año Remedios de Escalada murió.

De retorno a Buenos Aires, la situación no era la que esperaba: la disputa entre unitarios y federales hizo que optara por regresar a Europa en 1824. El destino, Francia.

Para 1825, preso de las dolencias físicas de los años de lucha (sobre todo la úlcera hemorrágica y la artrosis) y las preocupaciones que hostigaban su mente escribió «Máximas para mi hija».

San Martín va a Londres y de ahí a Bélgica. San Martín, aquejado por la artritis reumatoidea que siempre lo había molestado, resuelve hacer un viaje a Aix- la- Chapelle para aliviarse con las aguas sulfurosas de las termas.

Se dirige entonces a la ciudad de Carlomagno y allí resuelve extender el viaje a Marsella. Va luego a Lille y a Tolón, y de Marsella retorna a París por la ruta de Nimes. Parte del invierno de 1828 lo ocupa en recorrer el mediodía de Francia y a cruzarla por una de las rutas más pintorescas.

Después de estas visitas, un poco a vuelo de pájaro, de villas, ciudades y campiñas de Francia que se alternan en la ruta de Nimes, San Martín prepara su famoso viaje de retorno del año 1829 al Río de la Plata, el frustrado viaje a bordo de la «Condesa de Chichester», ya en buque a vapor.

Enterado de la situación que se vivía en América intentó regresar a Buenos Aires, pero permaneció un tiempo en Montevideo y, finalmente, en 1831 se radicó definitivamente en una finca de campo cercana a París, Francia.  Primeramente, San Martín arrienda una casa en la Rue de Provence.  Cuando San Martín se instaló un tanto precariamente en París, la epidemia del cólera morbus había hecho estragos en Europa, allí  resuelve, ante los avances del mal, salir a las afueras de París y se dirige a Montmorency en marzo de 1832.

San Martín, por entonces, experimenta un vuelco favorable en sus finanzas; al retorno, sus hijos le traen haberes que le debían y rentas impagas y puede con ellas adquirir dos propiedades, que tienen muy particular significación en su vida; las dos casas sanmartinianas de Francia que luego serán tres, si incluimos el santuario de Boulognesur-Mer donde fallece y vive de 1848 a 1850.

Estas dos casas son la campestre de Grand Bourg, que adquirió en 1834 y la de París, que adquiere en 1835 un año después, ubicada en la Rue Saint George 35.

 

El 23 de enero de 1844, San Martín escribió su testamento. Mercedes Tomasa de San Martín y Escalada, su única hija, fue nombrada como su heredera. En ese escrito también expresó su voluntad: «Desearía que mi corazón fuese sepultado en Buenos Aires».

En su exilio recibe la visita de personalidades de la Argentina: Juan Bautista Alberdi y Domingo Faustino Sarmiento, entre muchos otros.

En 1839, Rosas nombró a San Martín ministro plenipotenciario de la Confederación Argentina ante la República del Perú.

En 1846 San Martín le escribe a Rosas felicitándolo por el coraje demostrado por sus tropas en el combate de la Vuelta de Obligado contra las tropas invasoras.

El proletariado, armado y levantando barricadas en las calles de París en febrero de 1848, fue determinante para acabar con la monarquía, imponer el sufragio universal y para la formación del gobierno provisional que proclamó la república. El apoyo de la burguesía a la revolución fue “pasivo”. Enseguida el choque de intereses se hizo patente.

Cuando la revolución de la burguesía se convirtió en enemiga acérrima del proletariado revolucionario, al que masacró sin piedad en las calles de París durante la insurrección de Junio del 48, dejando un sangriento legado de más de 3.000 asesinados y más de 15.000 deportados sin juicio, San Martín se traslada a la ciudad costera de Boulogne-sur-Mer.

Allí falleció a la edad de 72 años, a las tres de la tarde del 17 de agosto de 1850.

 

En el 170 aniversario de su paso a la inmortalidad queremos bajarlo del bronce y conocerlo como hombre común y corriente de su época con sus virtudes y dfectos, gustos y disgustos preferencias y actividades habituales que realizaba.

 

Su comida preferida era el asado, que casi siempre comía con un sólo cubierto: el cuchillo. Era muy hábil en comer así. Solía morder un pedazo de carne, y como los paisanos, cortaba el sobrante con un cuchillo afilado. ¡Había quienes se maravillaban que no se cortara la nariz!

No le gustaba el mate. Pero era un apasionado del café. Y como era muy «pillo», conocedor intimo del alma del soldado, para no «desairar» a sus muchachos, tomaba café con mate y bombilla.
Conocía mucho de vinos. Y podía reconocer su origen con sólo saborearlo.
Era un empedernido fumador de tabaco negro, que el mismo picaba, para luego prepararse sus cigarros.
Era muy buen jugador de ajedrez, y realmente era muy difícil ganarle.
Se remendaba su propia ropa. Era habitual verlo sentado con aguja e hilo, cosiendo sus botones flojos o remendando un desgarro de su capote, el cual, abundaba de ellos.
Usaba sus botas hasta casi dejarlas inservibles. Más de un vez las mandaba a algún zapatero remendón, para que les hagan taco y suela nuevos.
Predicaba con el ejemplo. El mismo enseñaba el manejo de cada una de las armas, como lo atestiguan las melladuras del filo de su Corvo, inigualable instrumento de enseñanza de la esgrima. Y jamás, daba una orden a sus subordinados, que él mismo no pudiera cumplir.
Su palabra era santa, y para sus hombres era ley.
Era muy buen pintor de marinas. Él mismo decía que si no se hubiera dedicado a la milicia, bien podría haberse ganado la vida pintando cuadros.
Era muy buen guitarrista, habiendo estudiado en España con uno de los mejores maestros de su época.
Hablaba inglés, francés, italiano, y obviamente español, con un pronunciado acento andaluz.
Tenía la costumbre de aparecerse por el rancho, y pedirle al cocinero que le diera de probar la comida que luego comería la tropa. Quería saber si era buena la comida de sus muchachos. Y allí mismo, en la cocina, la comía de parado.
Luego de comer, dormía una siesta corta, de no más de una hora, para luego levantarse y volver al trabajo.
Aquella famosa frase Sanmartiniana que dice: «De lo que mis Granaderos son capaces, sólo lo sé yo. Quién los iguale habrá, quién los exceda, no», originalmente era «De lo que mis muchachos son capaces…».
En Campaña, era el último en acostarse, después de cerciorarse que todos los puestos de guardia estuviesen cubiertos, y el resto de la tropa descansando. Y para cuando empezaba a clarear el sol en el horizonte, hacía rato que el General contemplaba el alba.