70 Años del Maracanazo…
El 16 de julio de 1950 el cielo cayó sobre los 200.000 espectadores del Maracaná. Uruguay ganaba el campeonato mundial de fútbol en Río de Janeiro, ante Brasil, el anfitrión, el organizador de la Copa.
No fue un silencio absoluto, ya que un puñado de uruguayos festejaban en el campo de juego una hazaña irrepetible Uruguay-Brasil. era el último partido de la fase final. El público brasileño había preparado la fiesta, pero estaba en un velorio y la fiesta era uruguaya: 2-1 en el partido final y campeones mundiales por segunda vez.
El Mundial de 1950 tuvo la participación de trece equipos, número de participantes más que extraño. Y más extraña aún fue la forma en que se dividieron los grupos: dos zonas de cuatro, una zona de tres y una de solo dos equipos.
Brasil ganó su zona (le tocó una zona de cuatro) con bastante holgura: 4-0 a México, 2-2 con Suiza y 2-0 a Yugoslavia.
En esta zona final, Brasil literalmente liquidó a sus rivales europeos: 7-1 a Suecia y 6-1 a España. Uruguay, en cambio, tuvo que esforzarse mucho contra los mismos rivales: empató 2-2 con España y le ganó a Suecia 3-2 con un gol agónico faltando cinco minutos.
Así llegaron a la que era indudablemente una final de hecho: Brasil llegaba con 4 puntos y Uruguay con tres. El seleccionado brasileño sólo necesitaba un empate para llevarse su primer título mundial, mientras que “La Celeste” estaba obligada a ganar si quería conquistar su segunda corona (el primer título lo había logrado en 1930, en el primer Mundial).
El partido empezó a las 15 horas ante un estadio repleto. Las casi 200 mil personas asistentes al Maracaná (la máxima cantidad de público en la historia de la Copa del Mundo) eran un entorno que no esperaba otra cosa más que el festejo final.
Pero la vieja frase, ya transformada en cliché, dice que “los partidos hay que jugarlos…”.
En los días anteriores al partido decisivo, la fiesta reinaba en el equipo brasileño. Se pegaban carteles en la calle invitando al “desfile de los campeones” y las portadas de los periódicos ya estaban listas celebrando el título brasileño.
El seleccionador, Flavio Costa, había decidido trasladar el campamento base del seleccionado a Sao Januario, un barrio animado, y abrirlo a los aficionados, periodistas y hasta a políticos. Incluso él mismo tenía ambiciones políticas. La puesta en escena corrió a cargo de la prensa brasileña antes del encuentro, y el 16 de julio, día del partido, casi todos los periódicos publicaron una foto del equipo con el titular “¡Aquí están los campeones del mundo!”
El partido comenzó y los nervios del seleccionado brasileño, que tenía mejor juego, hicieron que el primer tiempo terminara 0-0.
Brasil mereció más, pero Uruguay se defendió como todo equipo uruguayo: con el alma. De todos modos, como se esperaba, apenas comenzado el segundo tiempo Brasil se puso en ventaja: Friaça, entrando al área por la derecha, con un derechazo bajo cruzado al segundo palo puso el 1-0 a los 47 minutos. Todo era fiesta, la fiesta de que la todos habían ido a participar.
Pero a los 66 minutos, sobre la derecha y al costado del área, Ghiggia amaga y supera a Bigode, su marcador, tira un centro bajo y rasante, Juan Schiaffino le pega de primera y su remate alto al primer palo se transforma en el gol del empate.
Ahora es 1-1. Si bien el Maracaná se silenció, los torcedores brasileños no decayeron en su ánimo: aún con el empate, Brasil era el campeón del mundo. Pero transcurrían los minutos, el equipo no transmitía mucho desde el campo de juego y el nerviosismo de la gente empezó a aumentar.
El frío comenzaba a apodearse del pecho de los jugadores brasileños. Y lo impensable sucedió.
A 11 minutos del final, Alcides Ghiggia, un delantero montevideano de 24 años, inicia una desenfrenada carrera de 40 metros que quedaría para siempre en la memoria colectiva brasileña; el arquero Barbosa descuida su primer palo porque anticipa el centro, como había ocurrido en el primer gol. Pero esta vez Ghiggia disparó a ras del palo, sentenció el partido y paralizó a un estadio y a un país entero.
Uruguay consiguió su segunda Copa del Mundo en un escenario ajeno, en uno de los templos más sagrados de la liturgia del fútbol mundial. “En su casa. En su cara”: 2-1 para Uruguay, campeón del mundo. Todo Brasil está conmocionado. El presidente de la FIFA, el francés Jules Rimet, entrega rápidamente el trofeo al capitán uruguayo, Obdulio Varela. No sea cosa que se arme lío si el festejo se prolonga mucho.
Así fue como el seleccionado uruguayo de fútbol, “los Charrúas”, “La Celeste”, hizo llorar a un país. Destruyó las ilusiones de millones que durante un mes (lo que duró el torneo) preparaban la fiesta final.
Uruguay fue Campeón del Mundo dejando al Maracaná llorando, a Rio de Janeiro emocionalmente devastado y a Brasil empezando a dudar de su hasta entonces ilimitada fe en sus capacidades futboleras.
El enorme Obdulio Varela, el Gran Capitán, el luchador, el jugador que supo utilizar la euforia brasileña anterior al partido para motivar a sus compañeros. “¡Somos Uruguay, carajo!” fué el emblema de la inigualable garra uruguaya que es la marca registrada de cada equipo que se ha puesto la camiseta celeste a lo largo de la historia.