A 48 Años del Asesinato del Padre Carlos Mugica.

Publicado: 11 may 2022
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Cuando llegaba el padre Carlos se le pegaban y él tenía una caricia para cada uno.

Sentía que su gente tenía las dos mejillas demasiado lastimadas de tanto cachetazo.

Sentía la violencia cotidiana y se acordó de Jesús: “No vine a traer la paz, sino la espada, a levantar al hijo contra el padre….”

“Lo que hacéis a cada uno de mis hermanos me lo hacéis a mí”.

Admiró a un ateo, a un médico rosarino que apenas podía con su asma, como para ocuparse de su alma. Le tomó prestado el “hombre nuevo” y lo quiso para él para acá, para su gente.

 

Carlos Francisco Sergio Mugica Echagüe había nacido el 7 de octubre de 1930.

En 1954, ya ordenado sacerdote, junto al padre Iriarte comenzó a recorrer conventillos y a tomar contacto con el pueblo, con sus padecimientos y sus simpatías políticas.

Eran épocas de enfrentamiento entre Perón y la Iglesia y Carlos se sintió muy conmovido por lo que leyó en una pared de una vivienda humilde: “Sin Perón no hay patria ni Dios. Abajo los cuervos”.

La llamada Revolución  Libertadora decidió por él de qué lado debía estar. No era un cuervo ni estaba para ser cómplice de los fusiladores. La vida lo llevó por distintos caminos pero todos conducían a su gente. Estuvo en París allá por el ’68,  justo cuando a mayo se le ocurrió volverse rojo y negro y escribir en las paredes “Dios ha muerto”. Carlos no pensaba lo mismo pero lo entusiasmaban esos jóvenes que se habían hartado de tanta hipocresía. Fue en aquella ciudad y en aquellos días de barricada cuando se incorporó al flamante Movimiento de Sacerdotes por el Tercer Mundo, que lo tendría como a uno de sus principales referentes.

Cuando volvió, la patria lo esperaba convulsionada; Córdoba estallaba y la dictadura de Onganía, autodenominada “Revolución Argentina”, se caía a pedazos. Mugica se instaló en la villa para siempre.

 

Carlos nunca había pasado hambre; su madre era de las que le decía «pensá en los chicos que no tienen para comer» mientras sus ojos se llenaban del vapor de la humeante sopa no deseada. Nunca había pasado el frío de una sola frazada. Carlos era Mugica, de una familia «bien», como el asmático.

La villa crecía junto con las esperanzas de tanta gente que llegaba, ahí nomás, a Retiro a probar suerte. Venían con sus hijos, sus vergüenzas, sus miedos. Carlos les enseñó a organizarse. Les dijo claramente lo que ya sabían pero no querían escuchar… y empezaron a hacer ellos las cosas para ellos. Guarderías, salitas, talleres de títeres, comedores. La gente se adueñaba de su vida. ¿Milagro?

Carlos no se callaba. Denunciaba, como el de Nazareth a los hipócritas, a los mercaderes del templo. Carlos sabía que había muchos que habían «optado» por joder a los pobres.

Y un día aparecía la guardería destruida, y otro día robaban la proveeduría y otro día mataban algún pibe de la parroquia.

Carlos creía que hablaba con Dios. Carlos creía en Dios. No pudo saber si Dios creía en él, como tantos otros. Problemas de las relaciones desiguales. Carlos comulgaba, repartía su cuerpo y su sangre.

En un país tan católico, ¿a quién puede molestarle la «comunión», la común unión?  “No hagas tesoros en la tierra”, decía Jesús.

La Iglesia poder se las había ingeniado para bendecirlos. Carlos no quería esa Iglesia, pero era parte de ella. Los más demoníacos obispos lo ponían como ejemplo de la democracia de la Iglesia: «Tenemos un Mugica». A Carlos se le ponían rojos los ojos azules y rezaba una oración que él se había inventado:

 

Señor:
Perdóname por haberme acostumbrado
a ver que los chicos
parezcan tener ocho años y tengan trece.

Señor:
perdóname por haberme acostumbrado
a chapotear en el barro.
Yo me puedo ir, ellos no.

Señor:
perdóname por haber aprendido
a soportar el olor de aguas servidas,
de las que puedo no sufrir, ellos no.

Señor:
perdóname por encender la luz
y olvidarme que ellos no pueden hacerlo.

Señor:
Yo puedo hacer huelga de hambre y ellos no,
porque nadie puede hacer huelga con su propia hambre.

Señor:
perdóname por decirles ‘no sólo de pan vive el hombre’
y no luchar con todo para que rescaten su pan.

Señor:
quiero quererlos por ellos y no por mí.

Señor:
quiero morir por ellos,
ayúdame a vivir para ellos.

Señor:
quiero estar con ellos a la hora de la luz.

 

Era una oración, era horadar en las almas de piedra, era difícil ser cristiano y consecuente.

Carlos nunca olvidaba una frase que le dijo un hachero cuando en 1966 junto a unos cuantos jóvenes se fue a misionar al Chaco santafecino: “soy la alpargata de mi patrón”. Carlos quería otra cosa, quería alpargatas y libros para todos; alpargatas bien puestas y libros bien leídos.

Carlos no estaba preparado para matar pero tenía claro que estaba dispuesto a morir por su gente.

Una tarde-noche de mayo, los esbirros de Isabel y López Rega al mando del miembro de la Triple A Rodolfo Eduardo Almirón, mataron a Carlos. Todo el barrio lloró hasta hacer más intransitables las calles de barro. A nadie se le ocurrió canonizarlo porque se sabe, el vaticano está para otra cosa, los santos y beatos de la banca vaticana no son como Mugica, sino como Escrivá de Balaguer.

Pero el homenaje que a él le hubiese importado llegó a los pocos años de su asesinato: en la villa las María Eva empezaban a ensayar su oficio de madres cuidando a las decenas de Carlitos que buscaban su lugar bajo el Sol escuchando la murga “los guardianes de Mugica”.

 

 

Fuente: El Historiador