Asesinato de Dalmiro Flores.
Más de 100 mil personas de las más diversas extracciones políticas marcharon por el centro porteño en la tarde del 16 de diciembre de 1982, una calurosa jornada que culminó con represión.
Ese jueves, la Multipartidaria, junto a la CGT, las organizaciones de derechos humanos y estudiantiles, y los demás partidos políticos fue el día de la primera convocatoria de la flamante Multipartidaria, que integraban todos los partidos políticos rehabilitados por la dictadura después de la derrota de Malvinas, en el grupo que se había quedado en la esquina de Bolívar y Diagonal Sur, en el Cabildo, estaba Dalmiro Flores.
Era un metalúrgico de 28 años que había llegado hacía poco de Salta, donde se había criado en Camposanto, vino a Buenos Aires y había encontrado trabajo primero en Decker, en muy malas condiciones laborales, y luego en Marshall. Se había afiliado a la UOM. Aquel día había ido a la plaza con sus compañeros.
La plaza ya estaba casi vacía, salvo por esos pequeños grupos de las esquinas. De pronto, de un Falcon verde con patente, cuyo número fue tomado por un compañero, salió un hombre vestido de civil. El grupo de manifestantes empezó a correr. Los policías de civil dieron la voz de alto casi en simultáneo con un disparo. El balazo entró por la cintura de Dalmiro Flores, que estaba de espaldas y cayó muerto. “Morite peronista hijo de puta” gritó el tirador antes de volver a subirse al Falcon. El asesino no lo sabía, pero Dalmiro se había afiliado al PJ tres días antes de esa marcha.
No fue un muerto más entre las decenas de miles de muertos que malparió la dictadura. La noticia de ese asesinato por la espalda en la marcha de la Multipartidaria fue la gota que apuró el trago amargo de esos años. No fue un NN. Tenía nombre y padres, que se vinieron a Buenos Aires a reclamar su cuerpo. Se lo entregaron desnudo, sin ninguna de sus pertenencias, ni su ropa, ni su reloj ni el poco dinero que llevaba en los bolsillos. El número de patente del Falcon (C-850.276) no sirvió para nada. Su asesinato quedó impune. La explicación oficial dio cuenta de que el muerto no había acatado la voz de alto. Asensio Flores, el padre de Dalmiro, al ser entrevistado, dijo que su hijo hacía poco había quedado sordo.
En Salta las autoridades no permitieron velatorio. Tenían miedo a un estallido. Su familia y sus amigos lo enterraron en Camposanto, en sigilo. Era la dictadura la que tenía ese miedo. Miedo del pueblo que había perdido el miedo.
El nombre de Dalmiro Flores quedó desde entonces flotando en la historia popular, como una marca en la madera difícil y rugosa de la libertad. Como una bisagra entre la noche cerrada del terror, y la democracia y los derechos laborales que él también reclamaba.