Falleció Libertad Leblanc.
Al recibir el alta, siguió contando con todos los cuidados que su única hija, la kinesióloga Leonor Barujel-Vichich, había montado en el departamento de la actriz en Palermo, con dos enfermeras que la asistían las 24 horas y el equipamiento clínico necesario.
«Los problemas comenzaron hace tres años cuando Libertad viajó a España para vender un departamento y sufrió una afección cardíaca, pasaba mucho tiempo en la cama y comenzó con un principio de Alzheimer», dijeron desde su entorno.
La mujer que tuvo tres amores, pero admitió miles de pasiones fue pionera en vivir según sus reglas.
“Me desnudo porque tengo un cuerpo hermoso. No sé qué significa objeto sexual. Soy como un museo en donde se va a mirar lo lindo. A lo sumo le hago un bien a las parejas, conmigo se recrean y siguen sus vidas”; “Hay gente que nunca ha aceptado que, si bien soy una mujer con un par de tetas impresionantes, también pienso y opino”; “Feminismo es igualdad social. Misma remuneración, mismo derecho al goce, pensarse como ser humano íntegro”.
Estas frases hoy no nos hacen ruido, pero había que ser muy valiente y muy libre para animarse a pronunciarlas seis décadas atrás, cuando los besos se daban en un zaguán y el sexo por placer era territorio vedado para miles de mujeres.
Pero hubo una mujer que rompió moldes y vivió coherente con su nombre: Libertad Leblanc.
Protagónicos más bizarros como su rol en La endemoniada, de 1968, hicieron olvidar sus curvas para que la crítica pusiera el ojo en las «escenas de horror y vampirismo». En esa peli, el desnudo, explícito o artístico, no tuvo mayor trascendencia.
Libertad fue mujer sujeto y objeto. Entrada la década del ’60, tan desconocida como despampanante, su silueta sólo había aparecido en papeles menores de espectáculos teatrales o en alguna cinta poco recordada.