40 Años de Democracia.
Es muy interesante recordar que varias generaciones crecieron estudiando, historia oficial mediante, que a aquellos gobiernos surgidos al margen de la voluntad popular había que llamarlas «presidencias históricas».
El pueblo recién pudo votar tras la sanción de la Ley Sáenz Peña en 1912 y pudo llevar a la Casa Rosada a su caudillo Hipólito Yrigoyen.
La Ley por la que había luchado siguió vigente y amplió decididamente la participación política de los nuevos sectores sociales y, según los deseos de la oligarquía más lúcida encarnada por Sáenz Peña, integró al radicalismo y al socialismo, bajando parcialmente la conflictividad política pero no la social, que seguirá expresándose a tono con la injusticia reinante a través de los gremios y de sus armas de lucha habituales: la huelga y la protesta social.
Con la Ley Sáenz Peña, la oligarquía en el poder había dado un paso hacia su consolidación y legitimación; las responsabilidades de la administración y sostenimiento del sistema serían compartidas, aunque claro, y esto estaba fuera de discusión, el poder real seguiría en las mismas manos de siempre. Desde la primera presidencia radical, pasando por la segunda encarnada en Marcelo T. de Alvear y vuelta de Yrigoyen pasaron catorce años.
En septiembre de 1930 aquella continuidad fue interrumpida violentamente por la expresión armada de una crisis importada de Wall Street, asimilada por lo que ya entonces comenzaba a denominarse «el humor de los mercados» y que desembocó en una tragedia.
Aquel golpe fundacional encabezado por el general Uriburu pero comandado por los intereses petroleros norteamericanos y el poder económico más concentrado de la Argentina era la puesta en acto de décadas de prédica antidemocrática de los sectores de la derecha autodenominada «nacionalista» que veía en la democracia un símbolo de la «decadencia de occidente».
Eran los sectores que habían elegido no integrarse al sistema con dos históricos factores de poder: el ejército y la Iglesia.
El golpe del ’30 abrió un período de ilegitimidad política y exclusión social y económica para las mayorías basado en un sistema electoral al que los golpistas generales Uriburu y Justo que se sucedieron en el poder bautizaron como fraude patriótico. Se mantuvieron las formas de la Ley Sáenz Peña en cuanto al uso del padrón militar y la existencia del cuarto oscuro, pero dentro del recinto podría haber un inesperado visitante; un matón gubernamental armado que obligaba a introducir la boleta que llevaba el nombre del «caballo del comisario» postulado por el gobierno dentro del sobre correspondiente.
Al general Justo lo sucedió, fraude mediante, el radical anti-yrigoyenista Roberto Marcelino Ortiz. Su candidatura fue lanzada en el lugar indicado, la Cámara de Comercio Británica el 12 de junio de 1937 por el presidente de la entidad, el súbdito británico William Mac Callum. Resultaron «bendecidos» Roberto Marcelino Ortiz-Ramón S. Castillo; el candidato designado retribuye el favor diciendo: «La Argentina tiene, con vuestra patria, enlaces financieros y obligaciones tan importantes como muchas de las obligaciones que existen entre las metrópolis y diversas partes del Imperio». Ortiz morirá en el ejercicio de la presidencia y le tocará a Castillo intentar completar el período. Pero un nuevo golpe de Estado producido el 4 de junio de 1943 no se lo permitirá.
Los protagonistas del nuevo alzamiento son los miembros del GOU, una logia militar que se proponía terminar con el fraude electoral en el que veían una aguda fuente de conflicto que se sumaba a la situación de miseria en la que vivía más de la mitad de la población del país, y al crecimiento de la actividad sindical que podía desembocar en una «revolución comunista». El emergente de aquella llamada «revolución del 43» fue el coronel Perón, quien a través de una innovadora política social desde su cargo de Secretario de Trabajo y Previsión consolidó un camino político que lo depositó en la presidencia tras las primeras elecciones nacionales sin fraude desde 1928.
Perón asumió el 4 de junio de 1946 y llevará adelante un gobierno cuyos mayores logros serán la incorporación definitiva de la clase obrera a la vida política a niveles inéditos de inclusión, consumo y acceso a derecho que le habían sido históricamente negados como la salud, la educación y la seguridad social.
Aquel período constitucional fue violentamente interrumpido el 16 de septiembre de 1955.
Desde entonces y hasta 1973, el peronismo, el movimiento político mayoritario, fue proscripto y no pudo participar en las elecciones de 1958, en las que resultó vencedor el doctor Frondizi tras la orden de Perón de votar por él; ni en las elecciones de 1963, en las que resultó electo el Dr. Illia, quien intentó la incorporación gradual del peronismo a la vida política. Entre otras cosas por ese motivo, Illia fue derrocado a fines de junio de 1966 por el golpe cívico militar del general Onganía que inaugurará un período de siete años de dictadura autodenominada «Revolución Argentina» que le cerró al pueblo argentino todos los canales de participación abriendo la puerta a la violencia popular que estalló el 29 de mayo de 1969 en el Cordobazo.
Corrió mucha sangre bajo el puente hasta que el pueblo pudiera volver a votar el 11 de marzo de 1973, pero las cláusulas proscriptivas de Lanusse, el epígono de aquella «Revolución», postergaron hasta septiembre de 1973 la posibilidad de que el pueblo peronista votara por su líder y se desquitara con un histórico 62%.
Tras la muerte de Perón y el gobierno de su esposa y heredera legal, aunque el general había designado públicamente como único heredero al pueblo, el peor golpe cívico-militar que recuerde la historia argentina irrumpió un 24 de marzo de 1976, destrozando el país y clausurando muchas cosas, entre ellas las urnas por unos eternos siete años.
Desde 1862 hasta el triunfo de Alfonsín en 1983, durante aquellos 121 años la Argentina sólo había vivido en total 26 años en democracia plena sin fraudes, proscripciones ni golpes.
El período inaugurado hace ahora 40 años es inédito en nuestra historia, en la historia de esta democracia joven, frágil todavía en construcción.
La elección del 30 de octubre de 1983 marcó el retorno de la democracia, al cabo de siete años y seis meses de una dictadura cívico-militar, responsable de múltiples crímenes de lesa humanidad y de una crisis económica y social.
El autodenominado “Proceso de Reorganización Nacional” dejó una herencia de miles de desaparecidos a manos de grupos militares y paramilitares, la derrota en la Guerra de las Islas Malvinas y una economía estancada, con inflación y una abultada deuda externa.
Con esta combinación de factores se llegó a las elecciones del ’83, que dieron lugar a un Alfonsín victorioso, de la mano de una campaña apuntalada por un discurso de unión de los argentinos y de enérgica condena a las juntas militares.
“Con la democracia se come, con la democracia se educa, con la democracia se cura”, decía Alfonsín en sus discursos de campaña, que siempre cerraba con el recitado del preámbulo de la Constitución nacional.
La fórmula de Ricardo Alfonsín, de la línea interna Renovación y Cambio de la Unión Cívica Radical (UCR), y el cordobés Víctor Martínez llegó a las elecciones, tras imponerse en las internas a Fernando De la Rúa, por entonces identificado con el liderazgo de Ricardo Balbín, y con el antecedente de haberle ganado al peronismo gobernante en 1973, en las elecciones para senador porteño.
Por su parte, el Partido Justicialista (PJ) presentó como candidatos al binomio formado por Ítalo Argentino Lúder y Deolindo Felipe Bittel, que pasarían a la historia en ser los primeros peronistas en perder, sin condicionamientos ni proscripciones, unas elecciones nacionales ante otra fuerza política.
Aquel 30 de octubre, la gente acudió a votar en forma masiva y en la jornada se marcó otro hito histórico: hubo una participación electoral del 85,61 por ciento, un nivel que desde entonces nunca volvió a ser alcanzado en una elección presidencial en el país.
Desde 1983 compartimos un proyecto común: vivir en democracia. La escuela fue y es una protagonista destacada de esta apuesta colectiva. A lo largo de estas cuatro décadas, en nuestras instituciones educativas se ha transmitido a las nuevas generaciones la importancia del “Nunca Más”, se han renovado las prácticas pedagógicas y se ha forjado el sujeto de nuestra democracia.