Cabildo Abierto del 22 de Mayo de 1810.

Publicado: 22 may 2020
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La Antigua Plaza de la Victoria, con una multitud, daba el marco al Congreso Vecinal que se celebra dentro del Cabildo.

En esa muchedumbre los <agentes revolucionarios> presentes bajo la lluvia que duraría toda la semana,  esperaban la resolución y eran avisados con señales que le daban los patriotas desde la galería del cabildo para que aclamasen los votos favorables.

Belgrano ordenó, “que una porción de hombres estuviesen preparados para a la señal de un pañuelo blanco atacar a los que quisiesen violentarnos”.

Es posible que Patricios no dejaran entrar a todo el mundo. Pero lo hicieron con la Legión infernal – llamados “chisperos” en algunas crónicas – de jóvenes de la clase principal (entre ellos Guido) que acaudillaban French y Beruti.

A esta porción de hombres preparados debe referirse Belgrano. French habla de “seiscientos” con superlativa imaginación, pero no debieron pasar de dos o tres docenas.

 

La cinta con dos colores, azul y blanca, comprada en lo de Álvarez por French y Beruti, es una confusión con el distintivo de la Sociedad Patriótica que sólo se empezó a usar en marzo de 1811.

El 21 y 22 de mayo la divisa fue la cinta blanca, acompañada del retrato de Fernando VII; el 25 se vieron también cintas coloradas y azules acompañando a la blanca, posiblemente por ser los colores de los cuerpos de milicias (algunas crónicas dicen que el “azul” significaba la paz que se ofrecía, y el “colorado” la muerte que se estaba dispuesto a dar y recibir).

Pero el color de la Revolución fue el blanco. ¿Por qué? Es curioso que nuestros historiadores no se hayan dado cuenta que el blanco es el color argentino de la heráldica.

 

 

La reunión se haría en el largo y estrecho corredor exterior del piso alto del Cabildo, a ese efecto protegido por cortinados de la lluvia y el frío.

En el extremo norte se había puesto una mesa donde presidían los capitulares; seguían el escribano, y el obispo; dos filas de bancos de iglesias (pedidas a los templos vecinos) se enfrentaban de un extremo a otro del corredor.

A las nueve de la mañana se inició la sesión. Los capitulares asistían exclusivamente para presidir a la “clase principal del vecindario”, pero no podían votar. Empezó el acto con la lectura de una Proclama redactada por el síndico Leiva “al vecindario de Buenos Aires” que aconsejaba no tomar resoluciones hasta reunirse un congreso de las posesiones españolas en América o por lo menos de las ciudades del virreinato.

 

“Fiel y generoso pueblo de Buenos-Ayres: …agitados de un conjunto de ideas que os han sugerido vuestra lealtad y patriotismo habéis esperado con ansia el momento de combinarlas para evitar toda división… Ya estáis congregados: hablad con toda libertad, pero con la dignidad que os es propia… Vuestro principal objeto debe ser evitar toda división, radicar la confianza entre el súbdito y el magistrado, afianzar vuestra unión recíproca y la de todas las provincias, y dejar expeditas vuestras relaciones con los virreinatos del continente. Evitad toda innovación o mudanza, pues generalmente son peligrosas y expuestas a división. No olvidéis que tenéis casi a la vista un vecino que acecha vuestra libertad (¿Portugal?) y que no perderá ninguna ocasión en medio del menor desorden. Tened por cierto… que vuestras deliberaciones serán frustradas si no nacen… del consentimiento general de todos los pueblos de las provincias… Huid de tocar en cualquier extremo que es siempre peligroso; despreciad medidas estrepitosas o violentas, y siguiendo un camino medio abrazad aquel que es más sencillo para conciliar, con nuestra actual seguridad y la de nuestra suerte futura, el espíritu de la ley y el respeto de los magistrados”.

 

Después – dice el acta – “se promovieron largas discusiones” sobre la proposición, a votar. El síndico Leiva entendió que debería ser “si había caducado o no el supremo gobierno de España”.

 

 

Habló el obispo Lué. Su discurso, como todos los pronunciados allí, debe reconstruirse por los testimonios pues no se recogieron versiones de los debates.

Objetó la convocatoria, diciendo, según Saavedra, “que no había por qué hacer novedad con el virrey, y en el caso de quedar España subyugada los españoles que estuviesen en ella debían tomar su mando, que sólo vendría a manos de los hijos del país cuando ya no quedase un español en él”; según Mitre por testimonio de Vedia, “que mientras hubiese en España un pedazo de tierra mandado por españoles, ese pedazo de tierra (se refería a Cádíz) debía mandar a las Américas”, y sólo después recaería en los españoles de América y finalmente en los americanos; para López – por tradición de Vicente López y Planes –, que “por las leyes del Reino, la soberanía residía en España y era privativa de los españoles, fuesen pocos o muchos”; un diario anónimo publicado por Marfany dice: “El obispo rompió el silencio… habló bastante como suele y concluyó en que si hubiese quedado un solo vocal de la Junta Central y arribase a nuestras playas lo deberíamos recibir como a la soberanía”. Algo semejante trae Saguí en sus recuerdos.

 

Era la doctrina del centralismo borbónico expuesta en su crudeza colonial: América pertenecía a España y debía gobernarse desde España, y a falta de España por españoles emigrados. No reparaba Lué que esa doctrina, no fundada precisamente en “las leyes del Reino” sino en prácticas administrativas de un siglo de Borbones, acaba de ser abandonada por la Junta de Sevilla al fijar la igualdad de europeos y americanos al disponer que “América no era colonia”, y llamar diputados indianos para integrarla.

Algunos suponen que el prelado no pudo expresar tesis tan absurda, atribuyendo la versión de sus palabras a una interpretación errónea de Saavedra. Sin embargo, era la idea corriente del colonialismo español, y el fundamento de la resistencia.

 

 

Las palabras del obispo eran imprudentes e impolíticas, y así lo entendieron los partidarios de la permanencia del virrey.

Quiso corregirlas el fiscal Villota, pero Castelli se adelantó a rebatirlas. Dijo que el obispo encontraría en las Leyes de Indias, que había llevado al debate y tenía delante suyo, la contestación a sus palabras. Interrumpe Lué que no había venido a discutir sino a dar una opinión que le habían pedido. Castelli siguió: las Indias pertenecían al rey y no a España; ante la caída de la autoridad en la metrópoli era incontestable su derecho a velar por su seguridad. Por lo tanto propuso esta proposición: “¿debe abrogarse otra autoridad a la del virrey, que dependerá de la metrópoli si ésta se salva de los franceses, y será independiente si la España queda subyugada?”.

La moción de Castelli iba directamente a establecer un gobierno independiente, porque era idea de todos que España se había perdido definitivamente o estaba próxima a perderse (no se conocía, como he dicho, que se había establecido el Consejo de Regencia). Pero no fue apoyada por la mayoría criolla por considerar poco prudente hablar de “independencia”.

En su reemplazo Ruiz Huidobro insistió en la fórmula escueta, ya indicada por Leiva, “¿Si la autoridad soberana había o no caducado en la península o se hallaba en incierto?”. Tenía su trampa, porque al entenderse que Cisneros había caducado sin establecer en quién recaería el gobierno, éste iría a Ruiz Huidobro como militar de mayor graduación. Tampoco se aceptó. Antonio José Escalada propuso otra fórmula: “¿Si se ha de abrogar otra autoridad a la superior que obtiene el Excmo. Señor Virrey, dependiente de la soberana que se ejerza legítimamente a nombre del Sr. D. Fernando VII, y en quién?”.

 

 

Oponiéndose a esta proposición habló el fiscal en lo civil de la Audiencia, Dr. Manuel Genaro Villota, jurisconsulto respetado por todos. Empezó por decir que estaba de acuerdo con las palabras de Castelli y “el virreinato de Buenos Aires tiene derecho a complementar su gobierno”. Debieron iluminarse las caras de quienes querían la deposición del virrey al oír a un ilustre partidario de éste, y además amigo personal, decir semejantes palabras. Pero Villota era un hábil jurista: si aceptaba la posición de Castelli, era para articular lo que en derecho formal se llama una excepción de incompetencia de jurisdicción.

 

Sólo se ha conservado el recuerdo de sus palabras (pues no se tomó versión, ni se transcribieron en el acta), que debieron ser así: “Tiene razón el Dr. Castelli: el virreinato de Buenos Aires está en el derecho de velar por su seguridad y establecer que el Sr. Virrey ha cesado al caducar la autoridad legítima en la península, y designar, por lo tanto, quien lo reemplace… Pero he dicho el virreinato de Buenos Aires, y ¿quiénes somos nosotros, vecinos de la ciudad de Buenos Aires, para resolver lo que compete al virreinato entero? Nuestras resoluciones no pueden ir más allá de lo puramente municipal, ni trascender los límites del municipio. Esperemos, pues, como lo pide el Sr. Virrey en su proclama, a la reunión de un Congreso General del virreinato, y disolvamos nuestra reunión vecinal que nada puede ni debe hacer en esta emergencia”.

 

Las palabras de Villota “hicieron una impresión tremenda en la asamblea”. La poca habilidad de haber diferido la revolución popular y militar que estaba ganada el 20, a una asamblea de abogados donde los criollos serían batidos por la habilidad de los españoles, había traído ese resultado. ¿Qué importaba la mayoría criolla, si Villota acababa de ganar el debate? Posiblemente no habría ya tal mayoría, hecho conciencia en los concurrentes el alegato del excelente abogado del virrey.

Dentro de seis u ocho meses se reuniría un congreso de diputados de los municipios, cuya mayoría habría asegurado el virrey, y en un ambiente de argumentos especiosos se diferiría la resolución a otro congreso de todas las posesiones españolas de América como lo quería Cisneros en su Proclama y en esos momentos proponía desde Potosí el asesor de la Intendencia Dr. Vicente Cañete. Mientras tanto la agitación popular de Buenos Aires se diluiría, y no habría cambio de autoridades.

 

 

Acababan de enredarse los abogados carlotinos en la trampa preparada por ellos y aprovechada por adversarios más hábiles. Es presumible el enojo de los oficiales de Patricios (Díaz Vélez y otros) que estaban en la plaza, y en esos momentos empezaron a gritar : “¡Junta, Junta!” desde la vereda ancha, como dicen las crónicas. ¡Para eso se había ido al Congreso Vecinal impidiéndose la marcha de las milicias contra el Fuerte!

Castelli, confundido, no atinaba a encontrar la réplica. Según la tradición, Escalada y Rodríguez Peña lo incitaban a hablar, y Passo a su lado le insinuaba al oído un argumento posible. Castelli, entonces, según Mitre, “tomó convulsivamente al Dr. Passo, hombre pequeñísimo de formas, y lo lanzó al medio del recinto”: ¡Doctor Passo, sálvenos!

 

Passo era un abogado conocido por sus hábiles recursos procesales; el hombre que en esos momentos se necesitaba. A la chicana de Villota contestará con otra. Contaría luego que al empezar apenas si tenía una vaga idea del argumento a desenvolver; empezó con un largo elogio a Villota, mientras pensaba y ordenaba sus ideas.

 

Aceptó la tesis de Villota: los vecinos de Buenos Aires no eran todo el virreinato y por lo tanto carecían de derecho para resolver una cuestión de interés general. Pero… no siempre se necesita mandato expreso para gestar derechos ajenos. La caída de España era una situación de hecho que no admitía dilatorias, y podían aplicarse por analogía las disposiciones de la gestión de negocios ajenos del derecho común. Así como se presume la voluntad de quien no puede expresarla, por ausente o menor de edad, y se admite que un tercero vele por su derecho sin tener mandato, debía admitirse que Buenos Aires como capital del virreinato – “hermana mayor en ausencia de las menores” – presumiese la voluntad de las otras ciudades y resolviese en gestión de negocios la situación de hecho de la acefalía del gobierno virreinal, sin perjuicio del congreso de todas las ciudades del virreinato para aprobar o desechar después lo realizado por los porteños. “Una prolongada salva de aplausos” rubricó sus palabras salvadoras, mientras en la plaza arreciaban los gritos ¡Abajo Cimeros! Tan inesperada fue la salida de Passo, que desconcertó a los juristas de la audiencia y nadie pudo replicarlas. Según López, las lágrimas asomaron a los ojos de Villota.

 

 

Una moción de votar “en secreto” formulada como última tabla de salvación por los partidarios del virrey, fue rechazada. Bajo la impresión triunfal de las palabras de Passo, y entre los gritos que llegaban de la plaza, quedó resuelta la fórmula de Escalada y sometida al voto nominal y fundado de los concurrentes.

El procedimiento fue largo. Cada votante se acercaba a la mesa del escribano y decía en alta voz su decisión. Unos lo hicieron directamente; otros, más discretos, se adhirieron a un voto anterior; algunos aprovecharon para pasar a la historia con un largo discurso, como Escalada, cuyo voto intrascendente ocupa treinta y siete renglones del acta del cabildo. Hasta las doce de la noche de esa jornada fría y lluviosa de invierno, estuvieron los vecinos en el desguarnecido corredor exterior a la espera de su turno: doscientos veinticuatro consiguieron votar, veintiséis, cansados por el frío y la lluvia, se retiraron sin hacerlo (entre ellos Julián de Agüero, cura del Sagrario de la Catedral, llamado más tarde a una destacada posición).

El primero en dar el voto fue el obispo Lué: en lo sustancial se pronunciaba por que continuase el virrey “sin más novedad que estar asociado al regente de la Audiencia y al oidor Velazco, lo cual se entiende provisionalmente y hasta ulteriores noticias”; después Ruiz Huidobro por “la cesantía del Virrey, pasando su autoridad al Cabildo como representante del pueblo” hasta que se forme (no dice si por el mismo cabildo o un congreso general) un gobierno provisorio “dependiente de la legítima representación que haya en la península”.

Los funcionarios votaron en mayoría por el mantenimiento del virrey, “pero si se resuelve la subrogación” se nombrasen adjuntos al alcalde Lezica y al síndico Leiva, propuso el oidor Reyes acompañado de 35 adhesiones. Como variantes, el contador mayor de la Vega, con cuatro adhesiones, dijo que los adjuntos debía nombrarlos el cabildo; el tesorero Vigueta, sin que nadie lo siguiese, prefirió la subrogación en el brigadier Velazco, gobernador de Paraguay; el vecino Román Ramón Díaz, con tres adhesiones, que la subrogación fuera del cabildo en pleno; el presbítero de la Colina, por un clérigo, un militar, un abogado y un comerciante, que acompañasen al virrey. Votaron por la permanencia de Cisneros “sin alteración”, el brigadier Orduña, contador mayor Ramón de Oro, vecino Manuel Antonio Barquín y sacerdotes Pantaleón Rivarola y Nicolás Calvo.

En total: sesenta y cuatro votos por la permanencia del virrey, con o sin subrogantes (18 funcionarios, 22 comerciantes, 12 militares, 6 eclesiásticos, 3 vecinos, 1 abogado, 1 escribano y 1 alcalde de barrio).

La mayor parte de los votos fue por la deposición del virrey;  12 siguieron la propuesta de Ruiz Huidobro; Chiclana añadió, con 11 adherentes, que el síndico tuviese voto decisivo (entre ellos Juan Ramón Balcarce, Rodríguez Peña, Vieytes y Viamonte); Saavedra expresó la opinión de los Patricios “que no quede duda que es el pueblo el que confiere la autoridad o mando” sin decir nada sobre la dependencia de la metrópoli: tuvo 15 adhesionesOrtiz de Ocampo, que quería el voto decisivo del síndico, y tampoco dijo nada de la dependencia de la metrópoli, fue seguido por la inmensa mayoría (Belgrano entre ellos).

Como variantes, Castelli y el sacerdote Ramón Vistes quisieron que la Junta fuese elegida “por el pueblo (principal) en Cabildo abierto” el primero, y “explorando la opinión del pueblo por cuarteles” el segundo. El Dr. Planes pidió “el mando político en

el Cabildo y el militar en Saavedra” y un juicio de residencia para Cisneros por los hechos de La Paz.

En total: ciento sesenta y cuatro votos por la cesantía del virrey y reversión de su poder al cabildo para que designase una Junta (6 funcionarios, 25 comerciantes, 51 militares, 18 eclesiásticos, 26 vecinos, 17 abogados, 3 escribanos, 6 médicos, 10 alcaldes de barrio y 2 de Hermandad).

Se retiraron sin votar : 21.

A la segunda proposición (“¿en quién debía subrogarse la autoridad?”) las respuestas fueron:

54, al virrey acompañado de adjuntos.

152, al cabildo (121 con voto decisivo del síndico).

17 votos dispersos (al brigadier Velazco; cabildo en lo político y Saavedra en lo militar; a una junta inmediatamente elegida

por el pueblo, etc.).

 

De los votos que subrogaban el gobierno al cabildo:

 

88 , hasta que el cabildo eligiese una Junta de Gobierno.

44, hasta formarse (sin indicar quién) una Junta de Gobierno.

18, hasta la reunión de un Congreso general.

1, hasta que explorada la voluntad popular se erigiese una Junta.

1, mantenerlo el cabildo asesorado por cuatro diputados.

 

Solamente 45 votos dijeron expresamente que el nuevo gobierno “dependiese de la legítima autoridad que habría de establecerse en España”.

Al terminarse la votación eran las doce de la noche. Pese a la lluvia, bajo las arcadas de la Recoba nueva y el ayuntamiento, se festejaba ruidosamente la caída del virrey.

Dice Mitre que en ese momento el reloj del cabildo tocó “la última hora de la dominación española en Buenos Aires”.

Es una figura literaria, porque no había reloj en el cabildo (se puso mucho después) y la dominación española duró aun tres días, hasta el viernes 25 de mayo.

 

 

Fuente: José María Rosa, abogado, juez, profesor universitario, historiador y diplomático argentino.

Fundador de la Revista Línea fue uno de los historiadores más representativos del revisionismo histórico en ese país.